Sinceramente, él no bebía de la tristeza,
más bien humillaba a la tristeza
y le venía corriendo el ruido
que siempre estallaba en su disfraz.
Era pacífico, súper amable,
solía esperar al ciervo
sin más silencio que una mirada,
pero luego de la tormenta
abrazaba a las praderas
como un juego de naipes sin marcar.
El azar lo volvía maldito,
recetaba analgésicos,
sólo en medidas grandes,
para que los muertos no estuvieran tan solos.
Abogaba la falsa maleza del suelo,
comía de los microbios,
olía a hueso sin espaldas,
llovía como su corazón.
No se entrenaba en cualquier amuleto:
parecía volver una y otra vez
sobre el mismo lienzo
que estelas de Marzo
parían en velos curvos.
Atardecía solo, en la avaricia,
Leía a Nitszche, decía.
Corría sin magos, sin cornetas.
De vez en cuando levantaba una piedra,
la ponía sobre la mesa,
estudiaba su rugor.
Dejaba caer al piso
la costumbre de saberse silueta,
no continuaba las pisadas:
volvía por la misma baldosa,
llamaba al destino "poder",
y no merecía una catástrofe:
él era su causa.
Parecía un delfín cubierto de polvo,
como tomaba las copas
así se tomaba el mando,
y la destreza que alzaban sus mapas
no alcanzaban a cubrir
los cientocincuentaycinco baúles
donde almacenaba la piedad.
Creía sentirse un santo,
a veces cazaba en shorts.
¿Cómo romper una cabeza?
había que llamarlo sin perecer,
dejaba al niño de lunas
sobre una manta sin piel,
y componía para los Nazis
una estrofa porque sí.
Soñaba que era vampiro,
jugaba al pesebre
sin Cristo,
sin Moisés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario